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FILOSOFÍA DE LA TÉCNICA TEATRAL. Indagación sobre las conexiones entre lo vivencial y la teatralidad, de Gustavo Manzanal

A propósito de este nuevo libro sobre teatro*

Siempre nos ha maravillado la actitud de determinadas personas que han sometido su vida a una vocación y los hemos llamado genios. Son los que han dejado de lado la posibilidad de placeres mundanos, como el éxito o el poder económico, para escribir, pintar, componer o investigar. Contra lo que muchos creen, no lo hacen para conseguir un triunfo personal; se sienten compelidos a hacerlo por una fuerza absoluta, como si tuvieran una misión que cumplir. 

Cuando hablo de someter la vida a esa necesidad de expresión me vienen a la cabeza dos ejemplos; uno, del gran dramaturgo suizo, Friedrich Dürrenmatt, que en una célebre conferencia sobre teatro pide disculpas por no saber nada de muchas cosas porque debe escribir todo el día, y el de nuestro Jorge Luis Borges, que en un memorable texto cuenta cómo el poeta y narrador que hay en él vampiriza su vida cronológica, y cómo todo lo que hace, hasta cosas nimias, por ejemplo demorarse “para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel”, va perteneciendo lentamente al otro. 

¡Uno confiesa su ignorancia porque pasa demasiado tiempo escribiendo o corrigiendo sus propios textos, y el otro destina todo lo que vive a la parte de él que crea! Porque es extraordinaria la fuerza que el hombre concentra para hacer una determinada creación. Al respecto, y para terminar con esto, siempre me maravilló la descripción que hace Platón de Sócrates, al comienzo de “El Banquete” –a tal punto que la incorporé a una de mis obras–, donde narra que su maestro va a la fiesta en cuestión acompañado y de pronto se queda parado en la calle, sin moverse, y pide que lo dejen ahí que después va a sumarse a los otros, ¡porque ha empezado a pensar! ¡Detiene todo otro consumo de energía del cuerpo para lograr ese objetivo!

No sabemos qué produce un Kafka, o un Marcel Proust, que en su lecho de muerte termina “A la búsqueda del tiempo perdido” –como sabemos, la última parte, el tiempo recobrado, no fue corregida por su autor–, aunque tenemos algunas pistas. Crecieron en medios culturalmente muy ricos, apasionadamente conflictivos, y tuvieron muchas posibilidades personales de expresión.

Ahora bien, la mayoría del los mortales, como Gustavo Manzanal y el que escribe estas líneas, no pertenecemos a la selecta minoría que espera ese rapto –volveremos sobre esta palabra– que condiciona su vida entera; pero estuvimos siempre apasionados por un arte, en este caso el teatro. Y pasamos nuestro tiempo sobre la tierra creando textos, produciendo trabajos teóricos y enseñando a otros a hacerlo. O sea, somos de los que creemos en la democratización del derecho a crear. 

Porque hay una tendencia a creer que la sociedad se compone de dos estamentos: los que “crean”, que conducen activamente los destinos políticos y económicos, y los que pasivamente asisten a lo desfiles, sean militares o de modelos, y ven por televisión a los que viven, y no solo duran. A estos últimos se les reserva una porción de la sociedad del espectáculo: son protagonistas cuando nacen, se casan y se mueren, circunstancias en las que logran tener algunas personas alrededor, interesadas por lo que les pasa. 

Otros pensamos que todos deberíamos ser activos protagonistas en la creación, al nivel que nuestra sociedad, nuestra libertad y nuestra estructura personal lo permitan, y para conseguir esa meta batallamos incansablemente. Gustavo Manzanal lo hace desde su lugar de trabajo docente en el TeTeBA (Teatro Terciario de Buenos Aires), como director teatral y como ensayista en Filosofía de la técnica teatral. 

A esto se refiere, en mi opinión, cuando escribe:
“Leer grandes autores, pulsar el cuerpo en el recorrido íntimo y compartido, indagar en personajes que dicen más sobre uno mismo que sobre lo que ellos son, replantearnos los temas que en la historia lograron sobrevivir, interpretar grandes textos, contextos, subtextos, intertextos, paratextos, ejercitarnos en los desplazamientos sobre arena, sobre ripio, sobre cemento y madera, ver los gestos de la gente, sus realizaciones y lo que guardan. La sabiduría literaria desciende a nuestras venas durante el hecho dramático, y así nos anima a comprender una inmensa variedad de códigos insertos en las estrategias del accionar; con esto el lenguaje de la filosofía compensa su lógica, el silogismo, el aforismo y la sentencia. Se mundaniza para no alejarse del núcleo al cual, paradojalmente, busca desde los tiempos más remotos acercarse”.

A la visio debe seguir la misio, dicen los que han estudiado el fenómeno de la creación. Una visión primera, que sucede generalmente en la adolescencia prefigura lo que viene; a esto sigue una misión, que es una militancia en la vida adulta. Seguramente Spinoza tuvo una visio muy poderosa de joven para consagrar la vida a escribir un libro, la “Ética”, hoy dramáticamente de moda –y que tiene mucho que ver con el libro de Manzanal–, donde se postula que la potencia humana aumenta o disminuye según quiénes nos afectan. Y por potencia Spinoza entiende la capacidad de actuar y de pensar. Y los que hacemos teatro somos muy concientes de la eficacia material de esta premisa. Teatro no se hace solo, sino con muchos que se eligen. Si se eligen bien, el resultado es superior.

La visio no debe ocurrir en medio de relámpagos, o caminando por la calle bajo la lluvia; puede ocurrir por ejemplo leyendo un libro como Filosofía de la técnica teatral que me inspira a cambiar. Yo podría contar los libros que me abrieron la cabeza (otra expresión idiomática digna de estudio) y estoy seguro que muchos jóvenes y adultos, abriendo este material –que puede leerse del principio al final y también abriéndolo en cualquier página– se van a sentir estimulados a pensar y a actuar.
El teatro es el arte más colectivo que existe; no sólo porque el autor no puede escribir en soledad, sino porque actores, director, escenógrafo y otros participantes deben cumplimentarse para generar un producto nuevo, que antes no existía: un espectáculo teatral. Y como dijimos, si hay buena relación entre los integrantes, van a aumentar su potencia creativa.

Por eso Manzanal abarca entre otras cosas lo que él llama la argumentatividad del espectáculo, que nos hace pensar, o creer; por eso vincula aprendizaje con creatividad, que nos permite “conocer más sobre uno y el mundo” –dice. Y agrega que el teatro es una manera práctica de filosofar, de enfrentarse a los valores establecidos, a los modelos de conductas. Y define: “la filosofía en el teatro consiste en encontrar desde el exterior la verdad interior”. Extiende después esta premisa al dar al teatro la posibilidad de “arrancar al mundo un discurso aún no pronunciado”, como afirmamos en el párrafo anterior. 

En cuanto a la verdad, partiendo de Spinoza, Manzanal afirma temerariamente que “es la búsqueda del saber, la superación del padecimiento y por lo tanto el acceso a la libertad”, concepto que compartimos y que se desarrolla ampliamente en la primera parte de este cautivante material, escrito entre el des-orden y la exaltación.

Igual el autor vuelve una y otra vez sobre el aprendizaje, uno de sus leit motiv, afirmando “No hay que apurar al que atraviesa por la aventura envidiable y sobrecogedora de estar transitándose a sí mismo con la engañifa de jugar a ser otro”. El teatro, subraya, es movimiento, exploración de obstáculos, descubrimiento, desarrollo de la imaginación y la inteligencia. Hay que aprender a ser actor y aprender a ser espectador, dice, y para eso brinda apuntes y pistas útiles. Cada uno debe con éstos lanzarse a buscar el personal misticismo, el ritmo interno. 

***

Rapto, es una palabra rica en acepciones. En su versión más corriente, la que escuchamos por televisión o leemos en los diarios de gran tirada, significa robo, secuestro; pero también quiere decir arrebato, arranque y hasta éxtasis, embeleso. Esto último tiene que ver con el tema mitológico griego del rapto de las Musas, que invito a estudiar; de ahí viene también nuestro uso vulgar de “esperé a las musas para inspirarme”. Democratizar el rapto, sentir que todos pueden vivir ese instante –aunque no sean genios–, es también objetivo de Filosofía de la técnica teatral, que a veces llega a conceptos que son hallazgos, con valor casi de visiones, como cuando dice: 
“Sepamos de esa ignorancia inmanente a la condición humana, lo que nos diferencia de los dioses, y tal vez volvamos útil el propio castigo que éstos imponen: el drama del impulso hacia la sabiduría sin remedio incompleta. No obstante, ese impulso quizá constituya la gloria, el atrevimiento insatisfecho por encima de todas las leyes”.
Ahora bien, en sus últimos capítulos Filosofía de la técnica teatral cambia. Se vuelve más reflexivo. E informativo. Es ahí donde se habla del teatro como meta, de la experiencia del TeTeBA, de la experiencia Gombrowics –donde Manzanal junto al director Adrián Blanco trabajaron el texto de “Trasatlántico” y lo llevaron a escena exitosamente, aquí y en un festival de Polonia, donde fue galardonado. Finalmente dedica un capítulo al análisis del teatro como tiempo, que sería como decir: no se puede hacer teatro sin una concepción del mundo, que parte de una anterior y va a una futura. O sea –y esto lo digo yo– el teatro ve siempre al mundo en crisis, entre una época que no acaba de terminar y otra que está por nacer. En mi opinión, justamente ésas son las épocas en que aparece el gran teatro.

En esta última parte del libro, empleando nuevas metáforas, Manzanal habla de la “areté” –principal meta a nivel educativo–, máximo punto de perfección (como valor agonal, disposición a combatir) y concluye afirmando que el teatro:
“…es casi una teoría de la vida. Pero lo más científico del teatro reside en la fe que promueve: fe en su objeto, fe en sus procedimientos, fe en la creación de organismos, fe atea consistente en creer más en la creación por sí misma que en un tal creador –con todo el sentido riguroso de pertenencia y apropiación que eso implica, método e instancias de proximidad y tratamiento mediantes.”
Con sus palabras, sus gestos y sus enseñanzas Manzanal analiza y anuncia que el teatro enfervoriza, o sea da fiebre, fiebre creativa, a todas las personas, y que ese síntoma es útil para crear en todos los ámbitos.

La religión católica, que debía ser una religión para los pobres, tuvo conciencia de esto cuando valoró más la visio de una mujer u hombre humilde que la de un opulento cardenal. No vamos a distinguir ahora entre la visión creadora y una visión santa, no porque no nos apasione el tema sino porque éste no es el lugar, pero creemos que cualquier niño que habita en las laderas de la cordillera, la pampa húmeda, las villas que rodean las ciudades o en el interior de éstas, puede al crecer –con los estímulos correspondientes– sentir el rapto y contribuir decisivamente en un área de la cultura. Aparte del placer que motiva leerlo, Filosofía de la técnica teatral va en camino a pretender esa posibilidad. 

                                                                            Ricardo Halac
                                                                            Buenos Aires, 17 de agosto de 2013


*prólogo a la edición impresa