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LANZAMIENTO COLECCIÓN IDEAS & SABERES

PRESENTACIÓN DEL LIBRO:

EL FULGOR MÍTICO. Mito y religión en la antigua Grecia.

Autor: Prof. Sebastián Porrini


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EDICIONES CANTAMAÑANAS

ESTE FIN DE SEMANA LLEVAMOS NUESTROS LIBROS 
A ROSARIO!!!
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PRÓXIMAMENTE... 
EDICIONES CANTAMAÑANAS 
EN LA FLIA OESTE 
(ESTA VEZ, EN MORENO)

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Lo que mata es la humedad


Lo que sangra es el orgullo,
el olvido premeditado,
los besos que despiertan los murmullos,
el rincón de tus recuerdos reciclados.

Lo que mata es la humedad,
ese adiós sin argumentos,
las miradas que reflejan la piedad,
los silencios que silencian los momentos.

Lo que duele es el después,
el vacío de la palma de mi mano,
los nunca disfrazados de tal vez,
las pasiones eternas de verano.

Lo que cansa es nadar contracorriente,
trepar sin cuerdas ni escaleras,
rodar cuesta arriba en la pendiente,
las promesas que prometen primaveras.

Lo que aturde es el jamás,
la certeza del fracaso repetido,
los comienzos que delatan el final.
[las mentiras que perfuman los oídos]
                   Lo que sangra
                                         es el orgullo.

                                           CRISTIAN WALTER
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Vete Bety vete

Vete Bety vete
bate voluptuosa
tu botera figura

Vete Bety vete
basta de basura
bota vanidades
veta amarguras

Vete Bety vete
báscula vetusta
virá pa'tu casa
volá de mi vida


de Juan José Arias.
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Microabismos en el borde de la almohada, de Carolina Arias


La plaza*

Sucedió de repente: los que comían miguitas y sobrevolaban la plaza eran los pañuelos blancos; y  desde los cuellos de aquellas mujeres viejas crecían y se batían incesantemente pares de alas de palomas.



Festejadores*

Luna nueva. Tierra seca removida con dificultad. Losas blancas. Flores.
A la luz de una lamparita guiñadora un grupo de esqueletos trasnochados bailaban y cantaban. Uno de ellos, harapiento, me hizo señas y me les uní sin demora. Amanecí fatigadísima, hastiada de vida.


Nocturno*


El sauce llora gotas de plomo líquido. La luna parece una áspera rodaja de latón aullada por las pulgas de los perros insomnes. En el colchón adoquinado de la esquina, la comparsa de óxido que transita mis venas encuentra salida por dos ojales que un cuchillo amigo dibujó para mí.


*del libro microabismos en el borde de la almohada, Cantamañanas, 2012


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sobre los trazos de tiza borroneados de una rayuela (novela corta)


   Se trata de una amena novela que relata los vaivenes de una relación amorosa, que bien podría ser la de cualquiera de nosotrxs.
  La alusión a la rayuela no es casual: allí se encuentra escondido nuestro querido Julio Cortázar recordándonos que la vida no es tan distinta al juego de nuestra niñez, y que la cuestión –en definitiva- es jugar y arriesgarse.

   Ese es el espíritu que retoma esta novela. No se vale de dramatismos desmesurados y rebuscados; sino que nos ofrece el sabor de la poesía que encuentra en lo cotidiano quien sabe buscarla.

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Utopía (microcuento)


Su desilusión fue inmensa cuando descubrió que su madre no era la gallina de los huevos de oro. Ansió, entonces, ser uno de esos huevos de las roscas. Se imaginó a sí mismo convertido en un deslumbrante huevo de pascua. Hasta  soñó con alcanzar  la fama de aquel al que no se le puede encontrar un pelo. Todo fue en vano. Reparó en ello cuando fue a parar a la cocina y comprobó, desahuciado, que su destino final sería una pascualina.#
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El camino de regreso (cuento)

...No creo en eso de vivir el momento,
 Molina, nadie vive el momento.
Eso queda para el paraíso terrenal.”
(Manuel Puig)


Pasaban muchas horas desnudos sobre el colchón. Hablaban y se reían, y sentían que nada del mundo importaba. De a ratos, cuando sus ojos se trenzaban, retrocedían, midiéndose y calculando el golpe y las consecuencias. Martín siempre arremetía primero donde más dolía [porque siempre supo donde dolía más]. Cada vez que dejaba escapar las palabras de su boca, el cuarto se derrumbaba y las sábanas, donde habían albergado caricias y besos y promesas y reencuentros, los desterraban, transformándose en cenizas. Claudia se enfurecía; buscaba su ropa desparramada por la habitación y se vestía deprisa, ignorando los ‘perdoname’ y los ‘no-te-vayas’ que Martín balbuceaba; al llegar a la puerta, giraba su cabeza, fingiendo una sonrisa dejaba un beso abandonado y salía dando un portazo. La historia se repetía cada martes de cada semana de cada mes, y siempre daba la sensación de que sería el último. Martín, entonces, se recostaba boca arriba sobre sus manos y suspiraba.
El agua empapaba su ropa, su casco y sus botas. El frío invadía cada milímetro de su esquelética fisonomía. Temblaba. A lo lejos, las bombas estallaban iluminando intermitentemente el terreno. No tenía fuerzas ni para sostener el fusil. Miraba el cielo, y las estrellas iluminaban el camino de regreso a su querido Tucumán. La María Rosa y la Elvira lo estarían esperando; mirarían ansiosas el noticiero de las siete en la tele de Don Armando, el de la despensa, o en la casa de Don Roberto. Todo el pueblo se congregaba para recibir noticias. Había quienes se la pasaban escuchando aburridas cadenas nacionales, esperando un pregón reivindicatorio que anunciara el regreso de los muchachos. Pero ni la Rosa ni la Elvira tenían radio: ambas las habían vendido para juntar unos mangos y mandar a Buenos Aires, a la colecta que se hacía para ayudarlo a él y a otros como él que estaban tan lejos, padeciendo el frío, la lluvia, el hambre y haciendo retroceder al invasor. Aunque él sabía bien que no retrocedía: el invasor siempre avanzaba, y él con las tripas crujiendo todo el día y toda la noche.
Durmió por un par de horas y el brillo vespertino de la ciudad, que perforaba las persianas y las cortinas, lo despertó. Se estiró hasta el cajón de la mesita de luz y sacó el paquete de cigarrillos y el encendedor. La primera bocanada de humo inundó la habitación, dibujando siluetas bailarinas con el viento que se colaba por las hendijas de la ventana. Afuera, Buenos Aires comenzaba a vestirse de neón, dando lugar a los primeros besos furtivos, a las parejitas que buscaban los rincones, a los empleados de oficina que se quitaban de sus cuellos el grillete y lo guardaban hasta el día siguiente. Adentro, el humo bailoteaba con el perfume que ella había dejado abandonado antes de dar un portazo; antes de huir a los brazos de su marido; antes de acordarse de que debía jugar el papel de señora; antes de volcarse de lleno a las ollas con estofado, a las medias sin lavar, a las camisas planchadas con apresto, a las caricias milimétricamente repetidas. Ahí, donde antes había estado su sombra confundida con las sombras de su cuarto, ahí estaba el humo del cigarro, invadiéndolo todo.
Sintió ganas de fumar. No había olvidado el aroma del tabaco en sus dedos, ni las noches de vasos largos con el Tata y con los changos del pueblo. Necesitaba alimentar su cuerpo con nicotina y su alma con recuerdos. 
La lluvia interrumpía su pensamiento y lo despertaba violentamente, acercándolo al ruido de la noche, al temblor de sus manos y al frío de su fusil empapado; alejándolo de las tardes de mate y las charlas de 43/70 y caña. Sintió que una ráfaga de aire rozaba su oreja, dejando en su estela un zumbido que repetía un nombre una y otra vez, y vio desplomarse, en el terreno, el cuerpo de un afortunado que ya no pasaría hambre ni frío ni tendría que preocuparse por la lluvia, el cansancio o las balas; que no pensaría en sus pagos ni en su soledad; que no sabría del olvido presente ni del olvido futuro. 
A un par de metros, se habían apagado los ojos del afortunado y él, allí, a la distancia, todavía soportando el crujir de su panza y sus ganas de fumar.
El frío y el reloj le recordaron que no había almorzado ese día. Fue hasta la heladera y engañó su estómago con una porción de pizza y un vaso de agua. Pensó en Claudia. Estuvo a punto de llamarla y pedirle que fuera a su casa, pero iba a ser peor. a veces es mejor dejar que se le pase, se dijo a sí mismo. Encendió otro cigarrillo y se sentó a ver la noche porteña. Divisó a lo lejos las luces encendidas en las plazas y meditó en la gran cantidad de hormonas que estarían buscando un cuarto de hotel para fundir sus placeres y sus miserias. 
El silencio de la ciudad parecía inundar por completo la habitación y sintió que el aire empezaba a escasear. 
Se vistió deprisa y salió a la calle.
Estaba agazapado, oculto tras las sombras, abrazando con fuerza su arma. Miraba asustado y rezaba, suplicando el final de la noche; sintió, en ese momento, que hacía siglos que estaba internado en aquella oscuridad que lo rodeaba y lo sumergía en el barro, alejándolo de su pueblo y de sí mismo, enterrándolo hasta el cuello en la soledad de la infinita noche indeseada. Siguió rezando y recordó al padre Manuel y sus sermones, y pensó en el regreso del hijo pródigo y en el beso de Judas; revivió su huida a Buenos Aires y su primer desengaño. Pero las sombras lo llamaban, repetían su nombre en el medio del humo, del frío y del hambre. Las sombras susurraban y él se esforzaba para oírlas. 
No podía dejarse llevar, porque eso implicaría su ruina. A veces es mejor no hacer caso. 
La fauna nocturna lo acechaba, caminaba cerca suyo, lo percibía. Él no era ajeno a ese mundo a esas horas; por el contrario, lo conocía muy bien: hasta hace un tiempo atrás, ése había sido su cosmos. Pero luego vino Claudia y el planeta se sacudió; con ella llegó la responsabilidad, y aparecieron el temor y la necesidad de sentirse algo más que uno más. 
Caminó entre tinieblas, chapoteando en los charcos de agua, temblando cada vez que su borcego se hundía. Evocó el murmullo de la ranas y los grillos, y notó la marcha a destiempo de sus compañeros, pero no podía distinguir nada: la niebla cubría todo a su alrededor y sintió nuevamente el puñal de la soledad enterrándose en su espalda. Vino a su mente la posibilidad de no regresar jamás. Empezó a llorar sin querer evitarlo. 
De repente, escuchó una voz amiga y buscó a los costados. Una sonrisa apareció de la nada, en medio de la oscuridad. Lo convidó con un cigarrillo y una copa, y juntos, la sonrisa y él, se internaron en un bar. Buscaron una mesa conocida y pidieron dos cervezas y un cenicero. Hablaron durante horas, mintiéndose, y sólo así pudo olvidarse de Claudia.
Totalmente borracho y desolado caminó haciendo eses, yendo de vereda en vereda tratando de reconocer un lugar que le resultara familiar, mientras el sol pretendía abrirse paso, sin demasiado éxito.  
Se sentó frente a un edificio que creyó conocer, apoyó su cabeza en la pared y cerró los ojos.
Se supo perdido. 
El cielo había escampado y ya no oía el concierto de ranas y de grillos, ni la marcha, ni la lluvia, ni una voz amiga, ni sus recuerdos, ni sus desengaños. 
Las estrellas iluminaban la noche y la Luna aparecía refulgente.
Recordó a la Rosa y a la Elvira y soñó el camino de regreso. Llevó el fusil a su boca.
En la oscuridad se escuchó un disparo y Martín se despertó sobresaltado, sin saber cómo había llegado a la puerta de su departamento. Sacó las llaves del bolsillo y entró.

Cristian Walter
Adelanto del libro al mundo no le importa si vos llorás
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La mujer de rojo (cuento)

La vio por primera vez a través del vidrio empañado de la ventana de un bodegón del sur de la ciudad, de ésos que ofrecen espectáculos de tango para turistas extranjeros (aunque rara vez atrapen alguno). Hacía frío esa noche, por eso las puertas y ventanas del boliche permanecían cerradas y él no pudo oírla. Sólo vio moverse los labios pintados de rojo furioso, crispados los puños y el gesto en una mueca de dolor actuado, el cabello castaño prolijamente peinado y unas largas pestañas negras. El rojo de los labios y del vestido y lo oscuro del cabello y de sus ojos fueron una combinación imposible de resistir. Empujó la puerta pegoteada con los afiches de los artistas de la casa y entró justo para el deprimente chan-chán de un bandoneón tan descascarado como su ejecutante. Logró atrapar con su mirada la hermosa espalda descubierta de la mujer que en ese momento se retiraba de la escena. Un mozo lo interceptó distraídamente.
- Qué tal amigo, son cincuenta pesos la cena y el show.
Él miró su reloj: era bastante tarde, casi de madrugada.
- Ya cené hace rato. – Le contestó en tono seco.
- Ah...bueno...en ese caso... – dijo el mozo mientras revisaba su billetera y hacía un gesto con la cabeza a la gente de una mesa del otro lado del salón, - son treinta y cinco pesos el show y una copa.
Él metió la mano en uno de sus bolsillos y examinó cuánto efectivo tenía disponible.
- La cantante que se fue recién ¿va a volver a cantar?
- ¿Perdón? – el mozo lo miró a la cara por primera vez desde que entró al lugar.
- Le pregunté si la mujer de rojo, la que acaba de cantar recién, va a volver a cantar esta noche.
- Ah, sí, por lo general los artistas hacen varias entradas por noche. ¿Lo ubico en una mesa?
- Sí, por favor. Que sea bien adelante.
- Las mesas de adelante tienen otro precio. – dijo el mozo. Él observó el local: no era muy grande y había poca concurrencia. Algunos inclusive ya se estaban levantando para irse.
- Da igual. Ubíqueme por acá nomás total no hay mucha gente.
El mozo, impasible, lo condujo hasta una mesita en el medio del salón y le dejó una carta con todos los tragos que podía elegir. Él echó un vistazo rápido a la lista y levantó la mirada en el momento exacto en el que aparecía una pareja de baile. Era una pareja despareja, por cierto: la mujer, mayor, lucía un vestido corto y apretado, con flecos; el muchacho, de no más de dieciocho años, parecía haberse gastado un frasco entero de gel “efecto brillante” en su cabeza. Con un traje negro (seguramente el único que tenía), ponía cara de hombre duro y resultaba muy cómico de ver ese gesto adusto en una cara a la que sólo le faltaban los bigotes de leche. La bailarina, paradójicamente, ponía en su rostro la expresión de mujer sumisa a su hombre, apasionada y a la vez ingenua. Era un cuadro pintorescamente grotesco. Los observadores no decidían si reír o llorar, o hacer las dos cosas juntas a la vez. Lo cierto es que la perplejidad los ganaba y paralizaba cualquier emoción en sus rostros. Ambos realizaban figuras complicadas, muy forzadas, en afán de demostrar habilidad y destreza. Trababan y enredaban sus piernas en torsiones extrañas, la mujer revoleaba las suyas para todos lados y se colgaba del muchacho para ensayar osadas acrobacias. Afortunadamente el tango era breve y no hubo bises. Los discretos aplausos apenas escondían la vergüenza ajena de la concurrencia que, cuando los bailarines salieron de escena, empezó a distenderse y soltar algunas risitas socarronas. Él también aplaudió, aunque sin entusiasmo, siempre se comportaba correctamente. Hubo un breve receso para los artistas y el dueño del local puso música de fondo. El mozo se había acercado a su mesa.
- ¿Qué le traigo, caballero?
- Un whisky, sin hielo. – Respondió sin mirarlo. En un santiamén el pedido estuvo en su mesa. Algunas personas aprovecharon para pedir la cuenta y retirarse del lugar. Otros, menos comedidos, lo habían hecho en plena actuación de los bailarines (quienes, por su parte, los veían por el rabillo del ojo). Al prolongarse el corte, él iba sintiéndose cada vez más impaciente.  Miró su reloj y arqueó las cejas: era tarde. Los cristales empañados del local no dejaban ver del exterior sino una mancha oscura y borrosa, interrumpida por los discretos resplandores de los faroles de la calle. Hizo un gesto llamando al mozo.
- ¿Sí?
- Otro whisky.
Apenas el hombre hubo dejado el vaso en su mesa, el dueño del boliche apagó la música y presentó el nuevo número de la noche. Era un dúo de músicos, un guitarrista y un bandoneonista. Lo que quedaba de la concurrencia a esa hora de la madrugada los recibió con un aplauso desconfiado. Las luces se hicieron más tenues y el bandoneón soltó un suave gemido. El músico hacía vibrar nota tras nota, sin apuro, como conteniendo amorosamente a un animal herido que sollozaba. Nadie se atrevía a mover un músculo. Él estaba verdaderamente conmovido. Ni siquiera el guitarrista pulsó una cuerda de su instrumento. Aquel bar, por un momento, se transformó en una isla lejana de toda realidad. Con un leve sonido aletargado y tristón, el intérprete culminó el tango. El aplauso esta vez tardó en aparecer; la emoción de la melodía aún resonaba en la audiencia.
Acto seguido, el guitarrista arañó con furia las cuerdas de su  pobre guitarra intentando interpretar una conocida milonga. El hombre estaba empeñado en demostrar su rapidez para tocar, pero sólo conseguía desentonar notablemente. Todo el bar salió de la ensoñación del bandoneón y cayó otra vez en la irrefutable realidad. El ambiente se tiñó de fastidio. Algunas personas se levantaron ruidosamente y se fueron del lugar sin esperar que terminara la interpretación. Sin dejar de mover los dedos a una velocidad imposible, el guitarrista levantó sus ojos del instrumento y, desdeñosamente, los miró irse. Luego de finalizada la insoportable interpretación, ambos músicos se dedicaron a tocar maquinalmente una serie de tangos que el dueño del local juzgaba los más conocidos por los turistas extranjeros. De las pocas personas que todavía soportaban estoicamente aquel descolorido show, algunas no podían contener los bostezos, otras charlaban en voz alta sin hacer caso de los músicos, y otros se impacientaban. Como él. La ansiedad le había hecho terminar su tercer vaso de whisky. Llamó al mozo.
- Otro.
El mozo se retiró y volvió al instante con un vaso. Se lo dejó en la mesa y se alejó dirigiéndole una mirada de desconfianza. Él apuró el vaso hasta el final. No aguantaba la espera. La aparición de la mujer de rojo ya lo estaba obsesionando, y no iba a soportar mucho más. Llamó al mozo nuevamente.
- Oiga, ¿cuándo va a cantar la mujer?
- ...
- La mujer de rojo.
- Ah, sí, en un momento nomás. – El mozo fue hacia la puerta y él sintió un aire helado que penetraba en el boliche. Sin darse vuelta, oyó voces y luego vio al mozo acompañando a una pareja hasta una mesita cercana. Discretamente, como era su costumbre, los observó de soslayo. El hombre era viejo, pero la forma de conducirse era enérgica y decidida. Vestía muy elegantemente, se notaba que disfrutaba de una buena situación económica. También se notaba una eterna insatisfacción en su rostro. A su lado, suave, hermosa, elegante, se sentaba una mujer. Ella era muy joven y rubia. Su rostro reproducía gestos sensuales cuidadosamente estudiados. En su rostro se podía adivinar también insatisfacción. Y codicia. Y quizás también una triste resignación. Su fuerte perfume invadió todo el local. Las personas los miraban y cuchicheaban. Él, sentado muy cerca de ellos, también los miraba. El viejo lo miró de costado y luego se volteó hacia la mujer y la besó en un hombro. Ella soltó una risita nerviosa y lo apartó diciéndole algo en voz baja. El mozo llevó un champán a la mesa y el hombre hizo saltar el corcho. El estruendo atrajo la mirada de la concurrencia. La mujer parecía incómoda, sabiéndose el blanco de todas las miradas.
Él miró con desprecio a aquella pareja y pidió otro whisky al mozo. Antes de traerlo, éste le preguntó: - ¿Va a poder pagar, amigo?
Como toda respuesta, él extrajo los billetes justos para pagar la cuenta y los dejó sobre la mesa. El mozo los tomó y regresó con otro vaso.
- ¿Falta mucho?
- ¿Eh...? Ah, no, no, ya casi.
La ansiedad lo carcomía por dentro. Sentía ganas de arrojarles el pesado vaso de whisky por la cabeza a los músicos.
Finalmente, concluyeron su actuación. Apenas sonaron algunos aplausos desganados. Él ni siquiera aplaudió. Terminó su vaso en un segundo y de golpe le llegó una oleada del fuerte perfume de la mujer. Clavó su mirada en ella. Descaradamente la observó en todo detalle y se detuvo un largo rato en su generoso escote. Pero el hombre se percató de que estaban invadiéndole su propiedad privada y lo encaró de pésima manera.
- ¿Qué mirás, che? Esto tiene dueño, infeliz. – Le dijo, mientras le manoseaba los senos a la mujer, que, fastidiada, trataba de sacárselo de encima. No supo qué lo alteró más: si el desprecio del otro o ese manoseo lascivo e impune sobre aquellos senos. De pronto el boliche salió de su sopor al ver desparramarse por el suelo al viejo, víctima de una rabiosa trompada en medio de su cara. Y junto con el viejo, se desparramaron mesas, sillas, vasos y hasta el balde con el champán, el cual se rompió en incontables pedacitos. La gente murmuraba, chillaba y señalaba; el dueño salía de atrás del mostrador hecho una furia; y el mozo y la mujer trataban de auxiliar al caído. Él estaba parado, inmóvil en medio de la escena. Un sacudón lo hizo trastabillar.
- ¡Vení para acá, pedazo de basura! – se escuchó el grito del dueño, quien lo arrastró hasta la puerta. Se detuvo para preguntar al mozo: - ¿pagó su cuenta éste?- Y ante la respuesta afirmativa del mozo, fue arrojado al frío de la noche. Antes de que el dueño, insultándolo, le cerrara la puerta en las narices, pudo ver a la rubia, que le dirigía una mirada de secreto agradecimiento.
Se levantó a duras penas del suelo y trató de recuperar su compostura. Se cerró el sobretodo y observó a través de los cristales empañados del local: la mujer de rojo hacía su aparición. Trató de distinguir sus facciones. Imposible. Sólo veía el rojo furioso de los labios y del vestido, y el negro profundo del cabello y de los ojos. Intentó oír su voz; era muy débil el sonido que podía percibir desde afuera. La observó gesticular y moverse como si fuera un lejano fantasma atrapado en la bruma de la madrugada.
Tiritando, se levantó la solapa del sobretodo y se alejó lentamente.

Carolina Arias 
del libro De farsantes sobrevivientes y tontos
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