Prólogo*
Comencemos
este libro por el final, o bien, por un final posible, acaso inevitable: la
tragedia ha muerto. La condición del hombre posmoderno no ha hecho más que
agudizar esta sentencia. La muerte de Dios, junto con la muerte de la tragedia
han derrumbado los paradigmas que sostenían la esencia de la condición humana.
El hombre ha dejado de buscar la verdad de su existencia, ha dejado de buscar
el Ser más allá de sí mismo, en un plano de trascendencia para conformarse con
el engaño que le otorga la inmediatez del aquí y el ahora. Ese tiempo presente
continuo es el síntoma de una suerte de imposibilidad. Dios o los dioses, en
tanto símbolos de los arquetipos universales, nos trascienden y el arte, sea
cual fuere su manifestación, es una forma de esa trascendencia. Afirmar su
muerte es reducir la existencia a un vacío. La tragedia, en su enorme
complejidad no puede morir, no debe morir. Movido acaso por la necesidad de
darle vida, Sebastián Porrini nos conducirá en este trabajo por un camino de
revitalización de una realidad que parece lejana, pero que no deja de
entregarnos respuestas a preguntas eternas. La tragedia no puede morir, y no lo
hará.
Este
libro que empieza, o bien, que se detiene antes de empezar, en estas palabras
introductorias ha surgido, como decíamos, de una necesidad de otorgarle vida a
un cuerpo de conocimientos de la realidad que ha sufrido los embates del
devenir del mundo. Avanzar sin detenerse, progresar, crear nuevos mundos,
nuevos paradigmas, tal es la condición actual de nuestro tiempo. La ciencia, no
sin verdadero mérito, se ha erigido como la reina del conocimiento y ha
desestimado que el mundo, antes de que ella lo dominara, ya existía y se
manifestaba ante los hombres. ¿Por qué debemos someternos a una mirada que no
considera esta realidad pre-científica? Podremos vivir en paz regidos por las
sentencias que se construyen como verdades, pero seguirá existiendo, aun sin
que lo percibamos, una ligera angustia por saber más, por entender más. El
origen de esa angustia existencial se encuentra allá, en el mundo antiguo, en
el tiempo antes del tiempo que nos entregó el mito como forma de encontrar el
Ser del hombre. Porrini ha sabido hacer caso a esa angustia y el resultado de
su propia experiencia con el mito se condensa en los capítulos que siguen. Sea
advertido el lector de que no en vano elegimos la idea de condensación: la
materia de este libro es densa, profunda y contundente y quizá, una vez
terminado, necesitemos volver a ciertos pasajes para entender que más allá de
lo que estamos leyendo, hay otra verdad que debemos seguir desentrañando. Tal
es el desafío que se nos presenta ante este sacrificio del héroe.
En el decurso de estas páginas, encontraremos
la esencia que hace del mito la fuente inagotable de la experiencia del y en el
mundo. La pregunta por esta esencia comienza en el origen mismo de su
existencia. El mito, antes de convertirse en símbolo y misterio, nace con las
ideas en su estado de manifestación arquetípica. El primer capítulo desarrolla
esta distinción originaria: el arquetipo como forma universal e inmutable es la
estructura profunda que se proyecta en el mito para ocultarse bajo la sombra
del misterio y del símbolo. Misterio que nos sumerge en una búsqueda más
profunda, el mito-símbolo se despliega, se hace vivo en el ritual. El hombre
originario ritualiza aquello que no puede comprender con el afán de
comprenderlo. Esta paradoja que encierra toda práctica ritual es la que,
avanzado el siglo V A.C., permite el advenimiento de uno de los hechos
artísticos más significativos de la historia del hombre: la tragedia. Podemos,
como suele suceder en los modernos estudios socioculturales, leer las
implicaciones políticas del fenómeno trágico en el contexto propio de la Atenas
que se erige victoriosa sobre Persia. Pero tal lectura es parcial, incompleta y
sesgada ya que la tragedia no se consolida como institución de la polis, sino
que precede esta práctica y se sostiene en su carácter ritual; y como tal,
conlleva en su esencia un carácter sagrado que nos exige una decodificación más
elaborada.
Entendida
como forma ritual del mito, la tragedia echa raíces en mitos aparentemente
clarificados. La dicotomía nietzscheana que hace oscilar el origen de la
tragedia entre Apolo y Dionisos no es suficiente. En su exposición, el profesor
Porrini desmonta el mito que justifica la presencia de ambos dioses en el
ritual trágico y sugiere, ensaya y afianza una lectura menos determinante que
la de Nietzsche. Apolo y Dionisos son dos rostros de una misma esencia, parecen
alejarse uno del otro, pero en su origen más primitivo se hallan mutuamente
imbricados. En el héroe trágico confluyen las dos manifestaciones divinas,
equilibrio y desmesura, no como distanciados, sino como complementarios. Entre
el ir y el devenir, entre Apolo que se aleja y Dionisos que viene, se erige la
esencia del héroe sacrificado, y en ese sacrificio encontraremos la condición
del Ser en el mundo.
Si
el arquetipo se proyecta en el mito, y el mito, hecho ritual se hace tragedia,
hay algo que fluye en los intersticios de esta manifestación del Ser: la
poesía. El poeta es profeta, según las palabras del autor, ya que en su
lenguaje creador se manifiesta la verdad máxima que surgiera en el arquetipo.
La poesía es el lenguaje del Ser y solamente a través de ella, la tragedia, y
por ende, el mito, no han de morir, sino que renacerán cada vez que se articule
ese lenguaje esencial.
Hemos
dicho que la tragedia no podía morir ¿Cómo evitar que muera la tragedia y con
ella todo lo que Grecia tuvo de grandeza? Dirán algunos, confiados acaso en su
conocimiento académico, que cifrar el genio helénico en la tragedia implicaría
reducir siglos de manifestación artística y cultural que han hecho de la
civilización griega uno de los pilares de lo que hoy llamamos mundo
contemporáneo. Efectivamente, la pretensión reduccionista es el último lugar al
que estas páginas nos dirigen, ya que la tragedia no es una mera parte de esa expresión, sino la condensación
más compleja de lo que significó Grecia. Punto de convergencia de una forma de
ver el mundo, de entenderlo, de reaccionar ante él, el fenómeno de lo trágico
sigue manifestándose ante nosotros y no podemos negar que su esplendor nos
sigue interpelando a encontrar en nuestra esencia otro camino de conocimiento.
Buscar en el mito el Ser y entender así nuestra condición humana ante la
realidad de la existencia. Esa angustia o impaciencia no ha podido ser mitigada
ni por la filosofía ni por la teología, ni por ninguna disciplina que se
pretenda científica. Han otorgado respuestas parciales, pero ninguna de ellas
ha logrado, en rigor de verdad, transmitirnos lo que somos. Ante esta
incertidumbre, el mito ritualizado, es decir, la tragedia en esencia ha
encontrado un vehículo de expresión fundamental: la poesía. El lenguaje
prosaico es insuficiente. Por eso la poesía en tanto lenguaje de la creación es
el único que puede revitalizar la experiencia primera ante el mundo; el poeta,
poseído por la manifestación suprarracional de la existencia se convierte en
demiurgo para canalizar lo que los sentidos no logran transmitir con pureza. En
el sentido platónico, vivimos engañados por la percepción y la única forma de
desentrañar los arquetipos es poéticamente. La tragedia es, entonces, el mito
hecho poesía.
La
tragedia, entonces, no ha muerto. Agoniza, sí, pero no ha muerto y en las
páginas siguientes, encontraremos un
último aliento de vida para evitar que se desvanezca ante el avance
absurdo de un paradigma que, perdidos los rituales, pretende reducir la
realidad a la inmediatez del instante, a la rigurosidad de dos dígitos que
pueden ser la esencia del mundo que se proyectará infinito, pero que no llega a
ser la esencia del mundo que ya surgió de esa infinitud. Dejar que la tragedia
muera es sumirse en el engaño de que el mundo tal como es basta para entender lo
que somos.
¿Por
qué hoy, entrado el siglo XXI, en la llamada era digital, deberíamos seguir
dirigiendo nuestra atención hacia ese mundo que existe en el tiempo antes del
tiempo y que ha encontrado su punto máximo de expresión en la tragedia? Porque
ese misterio que se nos presenta bajo la forma de símbolo es la búsqueda de
nuestra propia condición: antes de que el mundo fuera hecho, decía Yeats,
teníamos un rostro, y acaso encontremos ese rostro inicial, arquetípico e
incomprensible en el fulgor del mito. Consternados por lo que ese rostro les
haya podido mostrar, los poetas lo disfrazaron con máscaras y se distanciaron
de esa condición a sabiendas de que cuanto más intentaran alejarse de ella, más
se hundirían en la incertidumbre del querer saber. Tal es la condición trágica
del hombre, tal es el paradigma de Edipo, o la condena de Prometeo; desentrañar
la esencia del Ser, conocerlo, apropiarse de él sin saber que, como la cabra
del ritual dionisíaco, desentierran el cuchillo con el serán sacrificados. El
rito adquiere carácter metafísico en tanto que él nos enfrenta al arquetipo que
llamamos Ser. Así, la afirmación inicial que sostiene las ideas de este libro
cobra un valor de sentencia y de verdad: “La búsqueda del Ser deviene mito”; y
agregaremos que ese devenir ubica al hombre frente a la verdad primordial que
lo justifica, sin máscaras, desnudo. Entender que somos esa verdad acaso sea el
mejor camino para entender este complejo entramado de objetos, ideas,
percepciones y conjeturas que llamamos realidad.
Diego Ortega Servián
Julio 2015
*prólogo a la edición impresa.