Hacia
la búsqueda del silencio esencial*
La palabra poética es el mayor misterio que la literatura se ha planteado como expresión de la voluntad creadora. Signada por la limitación que el lenguaje le expone, la poesía se propone un ejercicio de superación que convierte su mensaje en un triunfo de la manifestación artística. Cuando el poeta se deja poseer por ese mensaje, la palabra se reconstruye, renace, para devolver en esencia la prístina significación que surge de su creación.
En el poemario que
tenemos entre manos, la sutileza de su creador nos plantea un ejercicio
notable: ocho partes fragmentan el mensaje en un equilibrio evidente, que se
estructuran como instancias bien demarcadas de un derrotero a la vez individual
y simbólico. “Inicial” abre el libro con un solo poema, que se repite en el
“Final” con otro poema. Ese poema inicial permite develar el deseo mágico del
poeta: cantar, cantar ante las dudas, de camino por un sendero que “había, hace tiempo, perdido” y que como
todo héroe en su búsqueda debe reincorporar para renacer como tal. La segunda
parte “El ciclo eterno” concibe el tiempo como renacimiento, ante las caídas
inevitables, que se expandirán de manera notable en la tercera parte “El
caído”, espacio en el que el “no saber” se relaciona con la “soledad” y con la
“eternidad”, temas que son blasones de la condición humana desde el mismo
origen. Una cuarta parte, llamada “Nocturnidad” enciende la noche como prueba:
el héroe del que habláramos está frente a instancias inefables, condición que
parecería absurda desde la palabra, pero que se alimenta de la creación que enlaza
la propia experiencia con su propio lenguaje. La quinta parte,
“Aproximaciones”, que recoge el nombre del poemario total, pone al héroe ante
la derrota, que se reconstruye como caída y como revelación; el aprendizaje
notable que estatuye su peregrinaje como una iniciación en la simbología
trascendente de la esencia. Por ello llega con la sexta parte “El silencio del
claustro”, ese necesario alejarse del mundo que lo sumerge en el vacío, en el
encuentro con la propia materia, para despertar a la nueva instancia de su
camino. Y en la séptima parte, “Naturae”, es desde la naturaleza nominada cómo
se renace, cómo se purifica, cómo se libera de las costras de la propia caída,
cómo se prepara para la victoria en el silencio final, cuando decide callar, ya
triunfante en el dominio de la palabra de la que, no obstante, huye otra vez. Héroe
derrotado, pero fatalmente victorioso.
Alejandro nos advierte
en sus “Palabras preliminares” que ha encontrado “toda la escritura como una revelación”. No nos cabe duda de que la
experiencia poética se nutre y nace de esa revelación, ya que sin ella la
poesía muere ante la mera anécdota, ante la materia panfletaria, ante la
cursilería que, como un placebo, sólo esconde su nada en un juego fatal de moda
pasajera. Alejandro sabe que se ha dejado poseer por algo que no comprende
absolutamente, y que es la materia (por ello incomprensible) de la verdadera poesía,
aquella que funda un mundo, aquella que hace nacer un lenguaje nuevo por
natural, nuevo por tradicional, inmerso en la belleza de la palabra despojada
de maquillajes efímeros.
Si la literatura es
sintaxis, como sostuvieran algunos grandes creadores, esta antología poética
resalta esa afirmación, no sólo por el quiebre natural que un poema produce en
la musicalidad de la prosa, sino, fundamentalmente, por el ejercicio que el
poeta ha realizado al exhibir un estilo propio, más allá de las convenciones
que las diferentes formas poéticas requieren, como lo es el caso del soneto.
Observamos que el verso se adecua a la creatividad de lo dicho, con alteraciones sintácticas suaves, en muchos
casos propiciadoras de aislamientos que impulsan una significación exquisita:
“Inamovible,
serás de tierra, / madre de tantas cosas brillantes.” Hoy que naces.
O se detiene en la
enumeración feliz de acciones, que se sustancian en ideas fuerza de marcada
significación:
“Y
yo rezo, / inclinado ante mi propia figura. / Y veo de cerca las grietas en mi
rostro, / en mis manos, en mi pecho / y mi interior… vacío.” La noche es un
templo.
El entramado de los
temas construye un detalle muy importante. Como los poetas filósofos de la
antigüedad, los elementos hacen su entrada: así, el agua es lustral, y purificadora, como en Aguaribay, o es directamente vida, como en Hoy que naces, para ser “cauce
del río, bello raudal.” Aunque este primer elemento se re-designa como
“fría” en La causa, para caer “sobre los cuerpos desprotegidos”. Y se
realimenta como materia creadora en Crear,
poema en el que se resurge del agua como un ser nuevo.
El aire, el segundo elemento que
denotamos, se apresura a hermanarse con el agua en Hoy que naces, para dotar de dulzura la brisa que una vida atisba a
manifestar en el instante de su surgimiento. Y se vuelve estertor en Habitación, hasta ser “un árbol seco de pena / deshojando su
última / agonía.”
La tierra se fundamenta en Al alba, cuando sea en ella donde
reposará aquello que dio sombra a nuestra existencia.
Y es fuego en La noche es un templo que se acumula como un ardor. Aunque con el
agua y con el aire, que son indiscutiblemente los dos elementos más presentes,
el autor nos remita al sentido de lo más inmaterial, de la fluidez, ya sea como
purificación, ya como inmarcesible sensación de la más bella liviandad de la
naturaleza espiritual. Porque de esos
elementos, el poeta se vale para retratar su espíritu, al que separa del alma,
en un entendimiento que remite a las más antiguas concepciones de la tríada
humana, tríada que conforma con el cuerpo, este último como presencia que
dialoga, crítica o visceralmente, con los otros dos estados de la esencia
humana.
Permítaseme agregar
que el héroe del que habláramos no se detiene en un simple triunfo: ve la
pérdida del pasado idílico como un tiempo irrecuperable (Esta casa ya no es mi casa), o se enfrenta a los otros que están
impedidos de volverse esencias pues “ellos
no vuelan como hombre”. O se vuelve a crear para la eternidad, separándose
del tiempo que lo busca con sus cadenas, y que se instituye como anhelo de
liberación del mundo, como en el poema Un
deseo, en el que el poeta quiere crear la eternidad “con un suave movimiento de mi mano”.
Noche, luz, vida, muerte,
realidad y deseo. Todo. Todo aquello que es la sal de la causa humana está en
estos poemas. El héroe, como en los grandes poemas épicos, se sacrifica, es el
hijo dilecto que la tragedia requiere para alzar la purificación hasta la
victoria. El último poema, un soneto, re-enciende la llama de la gloria: la
forma recuperada, la palabra triunfante, que busca su máximo triunfo: el
silencio. Por eso el poeta calla, advirtiéndonos que el silencio es la mejor
poesía, contradictoria y triunfal, hasta que el poeta vuelva a recrear la
belleza de la materia fundamental.
Sebastián Porrini
Agosto 2015
*prólogo a la edición immpresa
*prólogo a la edición immpresa